No es frecuente
escribir
el país
con uno mismo
o
devolver
al suelo la comedia del día
en que se nace,
no cuenta el aire barroco de
viajar en un autobús
con gallinas sino el destierro.
Cuerpos que cuelgan,
rostros en fila con letreros.
Fosas rellenas con la flor de una sangre desconocida.
Frecuente es la miseria, la espalda dañada
que cae por un tiro
en la cabeza, por la soga.
Frecuente es el no, el ya fue.
Frecuente es que sea tarde.
Cada sitio se acaba dentro, hay que salvarlo
mientras las nubes, por si acaso.
Tal vez el sol se deslice
en las bocas con lepra.
Los cabellos de los niños brillan.
El equipaje de sal brota de los muros,
incendia la reja de la prisión. Soy libre
porque la libertad construye muros propios.
A veces, yo soy El Tuerto que grita no más
No más,
No más.
El Homo Sapiens devora la
carne del juego infantil,
se atraganta con luz.
Los montes degradan su azul
hasta desaparecer.
Gente sin piernas se arrastra por
el verde hasta la cumbre y ofrenda
sus huesos al espíritu.
Las mejillas no tienen pinta de virar:
el rojo está cayendo.
La cumbre es el punto ciego,
las seis de la tarde cuando
los automovilistas chocan.
Manejan por el desierto.
Ítaca: La mudanza de la grieta
hacia el país cualquiera,
un diván de consultorio.
Sigmund Freud halló el balance,
su teoría fue perfecta hasta que culminó
una guerra y comenzó otra.
Guardo un cajón húmedo en la mano,
un goteo enfermo.
El símbolo de la paz es una medalla de guerra. La palabra va en el agua como un rayo de luz que se bifurca; el agua es el cuerpo, el rayo es la bala, la luz es un precipicio.
La tierra disimula los cadáveres.
La tierra abraza.
Asisto a la plaza pública con puntualidad parroquial donde los ancianos se reúnen como espinas. Lo abandono todo de vez en cuando. Doy cuenta de la certeza del horror, la feliz espera del deterioro, en la vida. El deterioro construye personas, domestica el rencor.
La pupila fue agua negra,
agua con la que secaron
el cristal, agua que recoge la ceniza,
agua negra que ha pasado
con lentitud, agua que entra y toca
la colmena de los rostros.
Yo soy un árbol de un verde distinto.
Las palomas no vuelan,
sólo van a la red,
hacia la sombra de la red
para picarse los ojos.
Del cáliz, del clítoris,
beben los curas y los tuertos.
Una hostia de sol blanco
ilumina el aquelarre.
Hay árboles de un verde distinto y
milenario. Su carne podrida
escupe el moho, las flores
de color.
—No hay quien distinga los árboles de su tiempo.
Hay orquídeas en la habitación,
llenan el aire de vaho.
Gente que fue el tacto.
La locomotora rodea
la instalación vernácula.
La diáspora es
un dominio una facilidad,
de aprehender la palabra.
Lo visible es el traslado,
la música.
Uno expulsa la muerte,
la cadencia.
El amor es azul. El horror es azul. El miedo es azul.
La vida ocurre drástica y
feroz. La vida arranca.
Uno pierde, uno es el obrero
del tiempo gastado.
No hay contacto sino el roce.
El tacto no es descrito.
El atardecer se repite
día con día y cae, baña
el mar con edificios naranja.
El desierto también se precipita.
El ojo custodia el muro,
lo perfora y traga.
El sabor a cal entre los dientes
es una prueba que obliga al viaje de regreso: una isla.
Esta ciudad de esquinas y aquel hombre son la rama que nos sujeta.
Cierra los ojos, cuervo. No mires el cielo moreno de maguey.
Yo no sé domesticar la pupila.
Bebo de la rama para morir donde ardan las ganas
de ser los niños que fuimos,
tras las cortinas, bajo la cama y con los dedos.
Dedos de mezcal verde y sur,
la noria de la montaña eléctrica,
un carrusel vertical para mirar tan alto y tan bajo.
Esta ciudad, no te dije,
lleva las puertas en la espalda:
Hoyos de testigo colgante por las cuerdas de un arpa
con mensajes largos.
Porque lo dijimos con el cielo entrañable,
desollado,
y nos miramos la lengua
porque sí, porque nos íbamos a otra casa
con luz verde
a buscar el filo de lo hermoso que sepulta el grito,
esta mentira
del primer ojo.
Para nacer después
renuncio aquí, desde el tacto,
donde falta el agua.
Nos cogeremos con todas las manos y abriremos la garganta bajo la lluvia de listones negros.
El verde caerá en otro sitio
en dientes,
en líquido,
en ruinas.
Porque haremos del cuerpo una casa para deshabitar
para lamer la cal de los escombros:
la gota que escucho,
la fosa común.
Porque vamos
a otro sitio en besos de mezcal
para arrancar la piel de la calle
y mirar, cada día
sin mañana.
Soy bastarda en cada paraíso: No
sé distinguir la caída del muelle,
no soy porque huyo de la neblina y
cargo la distancia.
Allí, con el paladar hundido.
Eso es. Un paladar
con moho donde yo estoy
para salvarme
de mí, detrás de la voz
porque no es posible salvar el polvo
porque no puedo saber de alguien
más de lo que he sido. No,
van a buscarme en los restos de ayer
partículas que se alejan.
Acaso miran la puerta de sal
—este atajo en el rostro,
el orégano disperso,
—esta sangre de miel en la mesa.
Veo la calle, una caja con flores de plástico,
un color que nace de la mano
y muere como roca.
Soy bastarda en cada paraíso: No
sé distinguir la caída del muelle,
no soy porque huyo de la neblina y
cargo la distancia.
Debe haber un sitio donde las minas sean manantiales, donde el río sea vena en la casa. Habría una jaula de números,
listones de buitres secos para guardar el minuto,
la vida normal
de kilos de frutas
en aceite, estómagos con grasa
de toro, de conejo exquisito. Berenjenas.
Cojines con el soplo de la mañana,
plumas en la cortina de humo rojo.
Vi el cubo, el dado, la guarida
la furia,
al perdedor con un mazo,
figuras de alcohol,
alas de maguey.
El tren ha dado una vuelta,
hay gente de fiebre marchita,
garabatos ahumados,
el diente en el entrecejo,
ese monstruo de ayer.
Un sitio con padres,
un paraíso de muralla,
un baile de hortalizas.
Un sitio con cañones.
Un sitio con balas
en la frente, el hueco.
Rubias de mentira,
arco iris de látex,
callejones, bolsas negras con trozos de gente sincera.
Amigos triturados en las montañas:
el cerebro sazonado.
Gente desaparecida. Cuerdas de
músicos en los
ahorcados. Calcio en pastillas.
Fórmulas
para no morir
demasiado,
noches para correr cuando te persiguen.
Asesinos con el mismo rostro y
pertenencias.
Hay gente que mata por
el mismo motivo.
Un costal roto de vejez, un reloj para no dormir. Esclavos.
Pulseras que brillan como anillos de boda. Besos
para verse mejor. Un océano.
Debe haber un paraíso para sobrevivir al dolor,
a la maldad de lo hermoso.
Agua que baje de las cárceles y sacie la sed de lo inacabado.
—Sed de lo inacabado.
Un sitio de nubes entre cerros. Un paseo.
Abría un sitio frágil.
Un sitio con vecinos
que vigilen la respiración,
puertas con seguros.
Un código para postergar el sueño.
Mapas cifrados entre fotografías:
una guía para recorrer la calle,
para ocultar las manos, el arma, la palabra.
Un país habitado por espinas, por gente con lodo.
Debe haber un sitio así, un cuarto con paredes-espejo. El aire atascado de seres divididos por el relámpago.
Voy a guardar
las horas intactas para habitar una isla.
Un montículo
de sal.
Lo errante se perderá,
estará junto
a los buques y moluscos.
Nadie recordará:
existió un sitio así.
Hierbas finas y una rebanada
de panela semillas huevo frituras de noche cebollas
en un sartén en un cuarto de hotel.
Dormiré y hurgaré lo atroz en el descanso,
como al escuchar un palo de lluvia ficticia, como al girar las marcas para ver lo que hay debajo.
Es responsable del blog De arena, ciudad errante.